¿Cómo se alza una iglesia en medio de una tierra fría, agreste, con caminos de herradura y piedras que parecen brotar del suelo? ¿Quién marcó la primera línea sobre el terreno y cómo se midió el espacio sagrado en una tierra que ya tenía sus propios centros ceremoniales? ¿Cómo se entendió la palabra “templo” en lenguas que no conocían la cruz?
No hay planos originales, no hay actas con cronogramas detallados. Pero sí hay muros. Y esos muros cuentan. A través de la cal que los cubre, de la madera tallada, de los pigmentos aún visibles, podemos reconstruir —en parte— cómo fue aquel momento en el que españoles e indígenas se encontraron para levantar las primeras capillas doctrineras del altiplano.
La arquitectura como herramienta evangelizadora
La construcción de capillas doctrineras fue una estrategia de conquista espiritual. En cumplimiento de las Leyes de Indias, la Corona española ordenó que en cada “pueblo de indios” existiera una iglesia construida en el centro. Estos templos eran más pequeños que las grandes catedrales urbanas, pero igual de simbólicos: eran el punto de partida de un nuevo orden.
Como explican investigadores de la Pontificia Universidad Javeriana en su análisis sobre capillas doctrineras en el altiplano:
“La edificación de los templos doctrineros implicó no solo un proyecto religioso, sino una reorganización del territorio indígena alrededor del culto cristiano.”
¿Cómo llegaron los materiales?
Sutatausa no tenía canteras de mármol ni acceso inmediato a materiales industriales. Los templos se construyeron con lo que había: piedra, barro, cal, madera andina, arena. La cal se elaboraba a partir de piedra caliza extraída en la región, cocida en hornos artesanales. La madera se traía de los bosques cercanos, como el encenillo o el roble.
Los materiales se transportaban en mulas o a lomo de hombre, por caminos angostos, tal como se describe en estudios sobre el conjunto doctrinero:
“Todo el conjunto fue construido con materiales del lugar: adobe, tapia pisada, piedra, cal. Se cree que la mayor parte de la mano de obra fue indígena, entrenada por alarifes españoles.”
El tiempo era otro
En la actualidad, una obra civil se mide en semanas. Pero en el siglo XVI, el tiempo era otro. Una capilla podía tardar diez o quince años en levantarse. No importaba. Lo esencial era que existiera.
“Los templos doctrineros no eran obras efímeras. Se construían con paciencia, con intención, y con sentido de permanencia. No eran proyectos individuales, sino comunitarios.”
Aprendizaje mutuo
Indígenas principales y trabajadores comunitarios aprendieron a construir usando herramientas y esquemas europeos. Los españoles, por su parte, se adaptaron a técnicas ancestrales de manejo del barro y de la montaña. Fue una colaboración desigual, sí, pero no por ello menos interesante en términos culturales.
En palabras de la investigadora Ana María Carreira:
“En los primeros momentos, estas capillas doctrineras se pintaban con imágenes que respondían a narrativas usadas justamente para evangelizar: diferentes escenas y momentos redactados en la Biblia. Pero cuando llegaba más dinero al pueblo, se hacían retablos de madera que cubrían los murales, entonces generalmente esas pinturas desaparecían, ya sea bajo otras capas de pintura o porque el retablo de madera se superponía al muro”
“Las obras doctrineras fueron ejecutadas por mano indígena local. Hubo transferencia técnica y también adaptación simbólica. Los indígenas leyeron esos espacios desde sus propios códigos.”
Las medidas del espíritu
Estas iglesias solían tener una sola nave, espacio rectangular, presbiterio elevado y capillas posas para procesiones. No eran solo centros de misa, sino de aprendizaje religioso. Y también de control.
El diseño era europeo, pero la ejecución, andina. El espacio era leído desde dos lenguajes: el de la fe impuesta y el de la memoria ancestral.
Más que sumisión: transformación
Es fácil caer en la narrativa de la imposición. Pero lo que quedó fue más complejo. La arquitectura doctrinera no borró por completo lo anterior: convivió, dialogó, se mezcló.
Los frescos de Sutatausa, por ejemplo, muestran adaptaciones locales: rostros mestizos, figuras indígenas, técnicas autóctonas con pigmentos naturales como la cochinilla o el carbón vegetal.
“Los indígenas no eran solo mano de obra. Aportaron saber, adaptaron técnicas y resignificaron espacios.”
Lo que nos dejaron
Hoy, mirar los muros doctrineros es ver más que piedra. Es reconocer un pasado lleno de contradicciones, sí, pero también de creatividad, ingenio, paciencia y resistencia. No desde la victimización. Sino desde la lectura crítica de lo que fuimos capaces de construir.
Y ahora, siglos después, quizás sea nuestro turno de levantar nuevos templos. No físicos, sino simbólicos: espacios para comprender lo que fuimos y lo que aún podemos ser.



