El último viaje en el río sagrado

Ceremonia de la muerte a orillas del río Bagmati en Nepal, con flores amarillas.

Nunca imaginé que la muerte tuviera un sonido tan particular. No era el llanto desgarrador que se escucha en los funerales occidentales, ni el silencio solemne de una iglesia en duelo. Era un murmullo de fondo, una mezcla de agua corriendo, maderas crujiendo bajo el peso de un cuerpo y voces rezando en un idioma que no entendía. Era el sonido del río Bagmati llevando consigo las cenizas de otro muerto, como lo había hecho por siglos.

Había llegado a Nepal tres años después del terremoto de 2015, cuando aún se veían las cicatrices del desastre. Edificios colapsados, calles con grietas y templos en restauración hablaban de un país en reconstrucción. Quizá por eso mi visita al templo Pashupatinath aquella mañana tuvo un significado aún más profundo: era un lugar de despedida, pero también de renacimiento. 

La mañana de mi visita a Pashupatinath, el aire estaba impregnado de incienso y ceniza. Desde el momento en que entré, sentí una atmósfera densa y ritualista. El templo, con su arquitectura pagoda, imponía respeto con sus techos escalonados y adornos dorados que reflejaban la luz de la mañana. La actividad a lo largo del río Bagmati era constante; las escaleras grises que descendían hasta las orillas estaban llenas de gente descalza, inmersa en sus oraciones y despedidas.

Pashupatinath no es un templo cualquiera. Es una de las 275 moradas de Shiva y un sitio de peregrinación esencial para los hindúes. Su estructura, una pagoda dorada con techos escalonados, domina la ribera del Bagmati, y es un Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1979. Este templo sobrevivió al terremoto con daños menores, como si la presencia de Shiva lo hubiera protegido. Desde sus balcones, los visitantes observan en silencio los rituales funerarios, testigos anónimos de un adiós ancestral.

Vi cómo un grupo de hombres preparaba la pira funeraria con madera que podría ser de sándalo, conocida por su fragancia y su significado sagrado: ayudar al alma a alcanzar una mejor reencarnación. Cerca de ellos, el cuerpo de un difunto reposaba sobre una camilla de bambú, vestido con una túnica blanca y cubierto de guirnaldas de caléndulas naranjas.

Las flores no estaban allí solo por su belleza. En la tradición hindú, la caléndula simboliza la pureza y la transformación del espíritu. El color naranja, el mismo del azafrán sagrado, representa la renuncia al mundo material. Ver aquel contraste entre el blanco del luto, el gris de las escalinatas y la vibrante explosión de colores sobre el cuerpo me hizo sentir la intensidad de aquel momento.

Las mujeres vestidas de blanco rodeaban la escena. No todas eran familiares del fallecido. Algunas eran plañideras, contratadas para llorar y guiar con su dolor el alma del difunto. En muchas culturas, el llanto colectivo amplifica la despedida, como si las lágrimas ayudaran a disolver la pena en el aire.

El sonido de su llanto era sobrecogedor, un lamento rítmico y profundo que resonaba entre las columnas del templo. Me pregunté cuántas almas habrían despedido en este mismo lugar, cuántas veces aquel río había sido testigo del mismo rito, del mismo fuego, del mismo adiós.

El hijo mayor, según la tradición, encendió la antorcha y la acercó a la pira, iniciando la cremación. Observaba desde una distancia respetuosa, consciente de mi posición como testigo ajeno a esa ceremonia íntima. Sin embargo, no me sentía intrusa. En ese lugar sagrado, sentí que la muerte no era un fin, sino un paso más en el ciclo de la vida. El humo de las piras se elevaba lentamente hacia el cielo, llevando consigo las oraciones de los vivos, y el río arrastraba lo que quedaba de los cuerpos hacia su último destino.

A medida que la ceremonia avanzaba, sentí cómo mi visión de la muerte cambiaba. En Occidente, solemos evitar hablar de ella, encerrándola en hospitales y ataúdes cerrados. Aquí, en cambio, era parte de la vida, un proceso público y compartido.

Observé a la gente en los balcones del templo, algunos en silencio, otros conversando. Para ellos, esta escena era cotidiana. Para mí, era un recordatorio de la fugacidad de la existencia.

Antes de irme, volví a mirar el río. A pesar de su contaminación visible, seguía siendo sagrado. En su fluir constante, comprendí que el agua, como la vida, nunca se detiene.

Me marché de Pashupatinath con una sensación extraña, entre el asombro y la calma. La muerte, en este rincón del mundo, no era un adiós definitivo, sino el inicio de otro viaje.