Capítulo 1
Sutatausa: en el eco helado del altiplano, el susurro de un pasado doctrinero
¿Qué puede revelarnos un lugar cuando el viento corta la piel como si trajera consigo siglos de historia? ¿Qué secretos guarda un paisaje montañoso donde hoy reina el silencio, pero que alguna vez estuvo lleno de rezos, cánticos y sometimiento? ¿Cómo se establecieron aquí, entre farallones y niebla, los primeros centros doctrineros de la Colonia? ¿Qué puede aprender Colombia —y yo como viajera— al caminar esas piedras frías que fueron testigo del choque entre dos mundos?
Estoy en Sutatausa, a 88 kilómetros al norte de Bogotá, en el corazón del altiplano cundiboyacense. Un territorio que, antes de ser bautizado con nombres cristianos, ya era sagrado para los muiscas. Tierra de rituales, de tejidos, de sal y de estrellas. Aquí, donde hoy se elevan iglesias coloniales y cruces centenarias, alguna vez florecieron pueblos indígenas con sistemas políticos complejos, caminos trazados por el sol y la luna, y una cosmovisión profundamente enraizada en el equilibrio con la naturaleza.
El paisaje que recibe al viajero
Sutatausa se alza a más de 2.600 metros sobre el nivel del mar, custodiado por un imponente sistema de montañas y farallones que parecen esculpidos por una mano divina. Las formaciones rocosas que dominan el horizonte no son solo decorado natural: son portadoras de leyendas, rutas de peregrinaje ancestral y, en tiempos coloniales, miradores naturales para el control territorial.
El clima es frío y seco, con ráfagas de viento que bajan de las cumbres como cuchillas heladas. En el silencio de la mañana, cuando aún la niebla cubre las tejas rojas del pueblo, uno puede imaginar el sonido de campanas convocando a misa, o los rezos en latín rebotando en las paredes de adobe de las capillas. ¿Cómo resistieron los frailes, los constructores, los indígenas, el peso de ese clima mientras levantaban muros y pintaban frescos? ¿Qué sintieron los muiscas al ver transformadas sus tierras en escenarios de adoctrinamiento?
Un asentamiento improbable
La fundación de Sutatausa, atribuida a Hernán Pérez de Quesada en 1537, puede parecer una paradoja geográfica. Aislado entre montañas, con temperaturas que descienden a 4 °C durante la noche, el sitio no era el más amable para levantar poblados. Y, sin embargo, la estrategia de la Corona española no era simplemente climática o económica: era espiritual y política.
Aquí se establecieron poblados de indios reducidos —parte del sistema de encomienda— que facilitaban el trabajo forzado, la vigilancia constante y, sobre todo, la evangelización masiva. La ubicación estratégica en la planicie elevada permitía agrupar comunidades indígenas dispersas y someterlas a la autoridad de la Iglesia y la Corona.
¿Fue casual que se eligieran estas montañas? ¿O fue parte de una política sistemática de control simbólico, donde lo alto y lo visible debían ser ocupados por cruces? En el centro del pueblo, aún se levanta la iglesia de San Juan Bautista, imponente, solitaria, casi como un faro que ha sobrevivido al tiempo, al deterioro y a las reformas litúrgicas.
El altiplano antes de la cruz
Antes de la llegada de los conquistadores, el altiplano cundiboyacense era el epicentro del pueblo muisca, una de las principales civilizaciones prehispánicas de Colombia. Su relación con el territorio era ceremonial, cíclica. La montaña era madre, los lagos eran puertas al inframundo, el sol y la luna eran dioses que regían el calendario.
¿Cómo se vivió el trauma del despojo simbólico? ¿Qué sucedió cuando las montañas sagradas se vieron rodeadas por campanarios? ¿Dónde quedaron las palabras en muyskkubun, el idioma ancestral, cuando el catecismo empezó a enseñarse con látigo y cruz?
Hoy: el eco del viento trae memoria
Caminar por Sutatausa hoy es también caminar por esa tensión. La plaza está pavimentada, hay vehículos, cafeterías, turistas que se toman fotos frente a la iglesia. Pero el viento no ha cambiado. Sigue trayendo el frío desde las cimas, sigue golpeando los muros como lo hizo hace quinientos años. Es un viento cargado de memoria. Un viento que no olvida.
Desde los farallones se tiene una vista panorámica del pueblo. Al fondo, la iglesia. En el costado, las capillas posas —únicas en su tipo— como vestigios del sistema doctrinero. Me detengo a mirar. Respiro. Me pregunto: ¿podemos realmente entender el presente sin reconciliarnos con estos paisajes del pasado? ¿Qué huella ha dejado en nuestra identidad este modelo de evangelización forzada?
El comienzo de un viaje
Este primer capítulo no solo busca entender la geografía y el contexto. Es una invitación a mirar con otros ojos lo que creemos conocer. A escuchar lo que el paisaje susurra cuando nadie habla. A caminar con respeto, sin prisa, con preguntas abiertas.
Hoy comienzo un viaje que es físico, pero también simbólico. Quiero reconstruir, entre ruinas y frescos, una historia olvidada. Y que en cada piedra, en cada mural, en cada ráfaga de viento, se revele la memoria profunda de un país.